Extracto de Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, capítulo IV, de Konrad Lorenz
Uno se pregunta qué causará más daño al espíritu de la Humanidad actual, si la codicia cegadora o el apresuramiento agotador. Sea como fuere, los gobernantes de todas las orientaciones políticas se esfuerzan por promover ambas cosas e incrementar hasta la hipertrofia aquellas motivaciones que impulsan al hombre hacia la competencia. Que yo sepa, no existe todavía ningún análisis psicológico profundo de tales motivaciones, pero me parece muy probable que, junto a la ambición material o el deseo de ascender en el orden jerárquico, o bien combinado con ambos, el miedo representa también un papel esencial…, miedo de verse superado por la competencia, miedo de empobrecerse, miedo de adoptar determinaciones erróneas y no encontrarse ya nunca más a la altura de la tensa situación. El miedo en todas sus formas imaginables es, sin duda, un factor fundamental que mina la salud del hombre moderno desarrollando alta presión arterial, cirrosis hepática, infartos cardíacos prematuros y otras dolencias similares. Indudablemente, el hombre apresurado no se siente movido tan sólo por la codicia, pues ni los incentivos más atrayentes podrían inducirle a dañarse con sus propias manos como lo está haciendo: está sometido a la acción de un impulso, y este impulso sólo puede ser el miedo.
La prisa temerosa y el miedo apremiante del hombre se confabulan para arrebatarle sus principales cualidades. Una de éstas es la reflexión. Es muy probable, tal como lo expuse en mi ensayo Innate Bases of Learning, que ésta haya representado un papel determinante en los enigmáticos comienzos de la raza humana, y que un buen día aquellos seres curiosos, dedicados a la exploración de su medio ambiente, se descubrieran a sí mismos en el campo visual de su investigación. Tal vez aquel descubrimiento del propio yo necesitara ir acompañado todavía por esa sorpresa ante lo conceptuado hasta ahora como evidente que constituye el nacimiento de la filosofía. Por lo pronto, el hecho de que se viera e interpretara la mano exploradora y manipuladora junto con los objetos explorados y manipulados del mundo externo como un objeto más del mismo debe haber establecido una nueva asociación cuyos efectos harían época. Un ser que desconozca todavía la existencia de su propio Yo no tiene ninguna posibilidad de concebir pensamientos abstractos, lenguaje articulado, conciencia y sentido de responsabilidad moral. Un ser que cesa de reflexionar se arriesga a perder todas las cualidades y aptitudes específicamente humanas.
Entre las secuelas más perniciosas de la prisa, o quizá directamente de la prisa engendrada por el miedo, figura la incapacidad patente del hombre moderno para estar a solas con su propio Yo, aunque sólo sea durante un breve lapso de tiempo. Con temeroso empeño procura soslayar toda posibilidad de meditar: sobre sí mismo y hacer examen de conciencia, como si temiera que la reflexión le enfrentara con un horrible autorretrato, algo similar a lo descrito por Oscar Wilde, en su clásica novela dramática El retrato de Dorian Gray. La manía generalizada de escuchar y producir ruido -lo cual resulta paradójico si se considera la neurastenia habitual del hombre moderno- no tiene explicación alguna, salvo la de que por una razón u otra el mundo haya ensordecido. Cierta vez, durante un paseo por el bosque, mi mujer y yo oímos inesperadamente el estruendo de una radio acercándose con rapidez. Lo llevaba sobre el portamaletas un solitario ciclista de dieciséis años más o menos. «¡Ese tiene miedo de oír cantar a los pájaros!», comentó mi esposa. Yo creo más bien que aquel muchacho tenía miedo de encontrarse consigo mismo, aunque sólo fuera por un instante. Pues, de lo contrario, ¿por qué prefieren muchas personas con auténticas pretensiones intelectuales la publicidad televisiva -verdadero emoliente del cerebro- a la propia compañía? Sin duda, sólo porque les ayuda a arrinconar la reflexión.
Referencia:
Lorenz, K. (1975). Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada. Traducción de Manuel Vázquez. Barcelona: Plaza y Janés.