2024

Mito y terror

Una de las misiones que el mito ha de cumplir en la historia es la de repetirse. La esencia del mito es revivir (revival). Lo hace, aunque parezca revestirse de esteticismo y de emblemas que parecen vacíos. El neo-clasicismo ha podido ser porque ya hubo previamente clasicismo. Y en éste lo mítico vivía en la letra y en la plástica de un modo altamente formalizado, como convención. La Medusa o la Gorgona representadas plásticamente en el templo, ya hacían las veces de recordatorio y de emblema. Pero el contenido originario, preliterario y prehistórico, se difuminaba en una terrible niebla que, para todo “clásico” ya resultaba difícil de entender. El poder inicial del mito consistía en “estremecer” (mysterium tremendum) y la poesía (el canto, la música) sólo es el anverso necesario de este estremecimiento y la autoafirmación de lo humano en una niebla, o en una noche, prehistóricas que, radicalmente, son alteridad para lo humano.

“El tremendo misterio puede ser sentido de varias maneras. Puede penetrar
con suave flujo en el ánimo, en la forma del sentimiento sosegado de la devoción
absorta. Puede pasar como una corriente fluida que dura algún tiempo y después se
ahíla y tiembla, y al fin se apaga, y deja desembocar de nuevo el espíritu en lo
profano. Puede estallar de súbito en el espíritu, entre embates y convulsiones. Puede
llevar a la embriaguez, al arrobo, al éxtasis. Se presenta en formas feroces y
demoníacas. Puede hundir al alma en horrores y espantos casi brujescos. Tiene
manifestaciones y grados elementales, toscos y bárbaros, y evoluciona hacia los
estados más refinados, más puros y transfigurados. En fin, puede convertirse en el
suspenso y humilde temblor, en la mudez de la criatura ante… -sí ¿ante quién?-, ante
aquello que en el indecible misterio se cierne sobre todas las criaturas.”
1

El hombre “clásico” quizá tuvo conciencia indirecta de serlo, pero no ya ante un futuro que lo reconociera como tal, escasamente representado en la antigüedad salvo por símbolos no obstante presentes (“nuestros hijos”) o lógicamente predecibles sobre lo presente (“los hijos de nuestros hijos”). Un clásico se siente tal en cuanto se autoafirma como ser antropológico racional y dominador de alteridades. Entre éstas, figura no sólo la naturaleza animal no humana, la ferocidad de las bestias, los meteoros y fenómenos terrestres, etc., sino también la barbarie humana circundante.

“La multiplicidad de las teorías históricas acumuladas en torno al origen de la
religión queda resumida, para una mirada retrospectiva en dos tipos fundamentales:
uno está representado por Fueuerbach, para quien la divinidad no es otra cosa que la
autoproyección del hombre en el cielo, su pasajera forma de expresarse en un medio
extraño, mediante el cual se ve enriquecido su concepto de sí mismo, que entonces se
hace capaz de retirar su proyección de ser interino; el otro está representado por
Rudolf Otto, para quien el dios o los dioses surgen a partir de una sensación
primigenia, apriorística y homogénea de lo “santo”, en donde va vinculados,
secundariamente, el horror y el miedo, la fascinación y la angustia cósmica, lo
inquietante y lo extraño. ¡No hay que contar con que ambas teorías tienen, cada una
de ellas, sus propios fenómenos, no diferenciados en su descripción únicamente por
utilizarse el mismo nombre de “religión?”.
2

En la edad clásica, ya habían quedado muy atrás las atrocidades a las que el ser humano se había visto obligado a entregarse en virtud de su radical “naturalidad” inicial. Que un hombre caiga devorado por una bestia, o que exista el deseo o la posibilidad misma de acoplarse con ella, o bien la huella de los antiguos sacrificios humanos, constituyen ejemplos de atrocidad recogida por los mitos, que devienen en “clásicos” precisamente cuando ya se ha cobrado conciencia de la codificación de una transición hacia la vida civilizada. Los dioses vencedores, Zeus a la cabeza, han limpiado la realidad de todo género de monstruosidades prehumanas, ellas mismas divinas en parte, pero no completamente por el carácter de eterno que contenía todo aquello de primigenio, preternatural y vestigio de lejana bestialidad.

La luminosidad del Olimpo inclina el ánimo del hombre civilizado más del lado de la fascinación (mysterium fascinans) que del lado del estremecimiento (mysterium tremendum). Son dioses que atraen, y que sólo en la decadencia clásica, esteticista, necesitan ser esculpidos, pues antaño les bastaba visualizarse como en luz la naturaleza, o mejor, en la experiencia, y posesión en el poeta. Su representación plástica sigue siendo “fascinante” para el occidental añorante de sus –ya no del todo esencias conscientes. Sabedor de que sus deidades atrayentes poseen un poder de identificación (el alma del hombre “civilizado” se queda prendada a ellas y quiere ser ellas) le simbolizan sin ruptura alguna con la naturaleza: esa belleza corporal de los dioses paganos, esa astucia amoral y ligera, el poderío irresistible de sus actos…Todo esto son proyecciones de la más vieja alma del europeo. Ellas poseen aún en nuestro tiempo un poder neutralizador y apotropaico. Ser “así”, olímpicos y apolíneos, nos inocula todas las tensiones necesarias para evitar la disolución relajada, la “orientalización”. Detrás de la serenidad de las estatuas clásicas y de la amoral guerra de los héroes homéricos (y célticos y germánicos) se esconde el riesgo de la relajación absoluta en el estadio anterior a la victoria de Zeus: el revival disgregador, entrópico, de la orientalización y del sustrato. Las deidades vencidas, mediterráneas y afrosemíticas, regresan en toda fase decadente con sus rituales matriarcales. Ellas, soñando conquistar un futuro, quieren volver a la civilización hacia un regazo prehistórico, neolítico, a una paz o dis-tensión de retorno a la vieja promiscuidad del hombre con lo ctónico y enterrado.

Es evidente el poder de los mitos para codificar transiciones traumáticas. Hans Blumenberg repasa alguna de ellas. El bosque da paso a la sabana, y siempre hay pérdidas de confort y seguridad en los pasos iniciales hacia lo nuevo. Transiciones dolorosas fueron también el paso de una naturaleza virginal –y pródiga- a una dura agricultura cada vez más basada en la explotación de la naturaleza y, agotada ésta, en la explotación del hombre. El paso de un igualitarismo tribal o comunal a una dominación a cargo de parásitos, vale decir, de señores portadores de armas de metal que un día fueron bárbaros y luego fueron erigidos como reyes conquistadores. Trasniciones dolorosas como el último desgarro del hombre europeo al pasar –súbita y recientemente en el caso de España- de una mentalidad mágico-agraria a una proletarización suburbana y consumista. De todo ello toma nota la mitología productiva y aprovecha para representar, siempre en nuevos entornos, y siempre feraz a resultas precisamente del nuevo contexto. El material mítico cobra vida con ese desplazamiento contextual. La figura cobra vida sobre el fondo y, al destacarse, el mito se hace perenne, luego existe. La mitogonía, desde un punto de vista psicológico, es reconocible como proceso en aquellos momentos en que se asoman los contenidos, cada uno como verdadero dejá vú.

El reconocimiento de un arquetipo se hace patente ante lo inesperado del contexto en que ha tenido lugar: una película, un suelo, la conversación más trivial. Carl G. Jung equiparaba este proceso con la revelación religiosa. Y es que en el más prosaico desierto de la vida urbana y cotidiana nos encontramos en presencia de la zarza ardiendo. Ella, por ejemplo, es manifestación física sensible de algo que nos sale al paso, una nimiedad natural. Pero el re-conocimiento de su carácter especial y prodigioso, hic et nunc inesperado y “significativo”, pero esperable, hace alusión a algún viejo evento que no sabemos situar muy bien, y que es de por sí inefable. El tiempo deja de ser homogéneo si hay acontecimientos significativos. Jung situó la experiencia de esto inefable en las nieblas de la filogénesis. Pero en sus últimos tramos cabría incluir el recorrido de la propia Historia humana teniendo en cuenta que ésta contiene algunos de los desgarros más terribles del pasado humano. Psíquicamente son más importantes que muchas de las mutaciones somáticas decisivas por las que ha pasado el hombre.

 

Citas Bibliográficas:

1. R. Otto, p. 23, en Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Alianza, Madrid, 2001

2. Hans Blumenberg, Trabajo sobre el mito, Paidós Barcelona, 2003. P. 36

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *