2024

La deshumanización del arte

Manifiesto para su Purificación

Por Jesús J. Sebastián para la revista Urkultur

Tras la gran guerra civil europea, el cansancio del hombre europeo y la ausencia de nuevas metas, daría lugar a las tendencias disgregadoras del arte a través de unas manifestaciones estéticas cuyo postulado común se basaba invariablemente en la destrucción de todo ideal, tradición o principio, así como en el “culto a lo absurdo”. Ya lo había dicho Spengler: «Lo característico de una fuerza plástica en decadencia es la necesidad en que se halla el artista de apelar a lo informe e inmenso para producir algo rotundo y completo».

La cultura europea entró en un período de decadencia que se ha agudizado con el transcurso del tiempo y con el proceso de “financiarización” del arte contemporáneo que sólo sirve a los intereses de una minoría considerada intelectual, en el fondo un “grupo de iniciados” alejados del espíritu popular y del sentimiento comunitario.

Este proceso de decadencia cultural no es sino una manifestación lógica de un panorama general de decadencia de la sociedad europea moderna, en la que la cultura no deja de depender, en permanente estado de esclavitud, de la política y la economía.

Ortega escribió en La deshumanización del arte que las nuevas manifestaciones artísticas “dividen al público en dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden. Esto implica que los unos poseen un órgano de comprensión negado, por tanto, a los otros. El arte nuevo, por lo visto, no es para todo el mundo, como el romántico, sino que va, desde luego, dirigido a una minoría especialmente dotada”. Así que también, en lo relativo a cuestiones estéticas, debían existir “hombres egregios” y “hombres vulgares”.

Frente al valor estético, el ser humano adopta dos posiciones distintas: contemplador y gozador de la belleza, o creador y transmisor de la misma. Cuando el contemplador se halla frente a la naturaleza, su actitud no es pasiva, pues debe hacer abstracción de la complejidad natural y de su bello contenido. Pero el creador, mediante su obra de arte, facilita su contemplación, porque el artista ha efectuado previamente aquella abstracción, concretando su inspiración, imaginación y fantasía –desde su interpretación de la realidad- en una unidad de belleza.

Asimismo, consideraba Ortega –sin pronunciarse sobre la existencia de un “arte puro”, pero sí sobre la posibilidad de “purificación del arte”- que el arte contemporáneo llevaba a cabo una eliminación progresiva de los elementos humanos, de las formas vivas, dando prioridad al juego, la ironía, la falsedad y la intrascendencia, lo que estaba provocando su deshumanización, (además de un proceso excesivo de estetización y estilización), sólo válido para la casta de artistas especializados, pero carente de toda sensibilidad artística y humanidad paisajística.

Deshumanizar el arte es –según Ortegainvertir las perspectivas y los valores normales, considerar sustancia lo que es función y fin lo que es medio. Y, en este sentido, también la filosofía es algo deshumanizado, porque se concentra en la contemplación de las ideas, mientras que el carácter humano de las ideas consiste en ser una representación de cosas. Ortega nos transmite, pues, un ensayo de puro diagnóstico: la desvinculación del artista del mundo que habita, lo que él denomina la “realidad vivida o contemplada”, incapacitado como está para poder traducirla en sus creaciones, si bien el filósofo reconoce que el arte deshumanizado es también, en el fondo, “un nuevo modo de sentir la existencia”. En definitiva, un arte iconoclasta no reconocible por el pueblo.

El mayor problema que presenta La deshumanización del arte –opina Urrutia- es que Ortega nunca llega a definir qué entiende por “arte nuevo”, actuando más como un cronista que como un filósofo crítico: “Lo importante es que existe en el mundo el hecho indubitable de una nueva sensibilidad estética”. Así que, a partir de las características de esa nueva estética, podrían clasificarse los dos grupos, los que poseen esa sensibilidad y los que carecen de ella.

Con todas las pretensiones estéticas orteguianas para una “rehumanización” y “purificación” del arte, no debe hacernos olvidar que, al fin y a la postre, Ortega – siempre muy atento a cualquier manifestación artística, romanticista o vanguardista- lo contemplaba desde una actitud entre lúdica y deportiva, sin por ello renunciar a una perspectiva trascendente.

Recordemos cómo en su crítica a Wagner –seguramente influido por sus lecturas nietzscheanas- se preguntaba Ortega si podía «una melodía sustituir a una religión”, calificando la música wagneriana de imperialista y redentora y describiendo al compositor alemán como el “Bismarck del pentagrama”.»

Decía Ortega que «aquella música nos compunge y para gozar de ella tenemos que llorar, angustiarnos o derretirnos en una voluptuosidad espasmódica. De Beeethoven a Wagner toda la música es melodrama». No podía admirar una música exaltada, delirante y dramática hasta el extremo. No había otra manera de gozar estéticamente de dicha música sino mediante la contaminación y una radical conversión hacia los sentimientos cósmicos wagnerianos. Por eso proponía Ortega que “es preciso mediterraneizar la música”

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