Decíamos hace un momento que, en la cantidad pura, las «unidades» no se distinguen entre sí más que numéricamente, y en efecto no hay ahí ninguna otra relación bajo la cual puedan distinguirse; pero esto es efectivamente lo que muestra que esta cantidad pura está verdadera y necesariamente por debajo de toda existencia manifestada. Aquí hay lugar a hacer llamada a lo que Leibnitz ha llamado el «principio de
los indiscernibles», en virtud del cual no pueden existir en ninguna parte dos seres idénticos, es decir, semejantes entre sí bajo todos los aspectos; como lo hemos mostrado en otra parte, eso es una consecuencia inmediata de la ilimitación de la Posibilidad universal, que entraña la ausencia de toda repetición en las posibilidades particulares; y puede decirse también que dos seres que se suponen idénticos no serían verdaderamente dos, sino que, al coincidir en todo, no serían en realidad más que un solo y mismo ser; pero precisamente, para que los seres no sean idénticos o indiscernibles, es menester que haya siempre entre ellos alguna diferencia cualitativa, y por consiguiente, que sus determinaciones no sean nunca puramente cuantitativas. Es lo que Leibnitz expresa diciendo que no es nunca verdad que dos seres, cualesquiera que sean, no difieren más que solo numero, y esto, aplicado a los cuerpos, vale contra las concepciones «mecanicistas» tales como la de Descartes; y dice también que, si los seres no difirieran cualitativamente, «no serían siquiera seres», sino algo comparable a las porciones, todas semejantes entre sí, del espacio y del tiempo homogéneos, que no tienen ninguna existencial real, sino que son solo lo que los escolásticos llamaban entia rationis. Por lo demás, a este propósito, destacamos que Leibnitz mismo, no parece tener una idea suficiente de la verdadera naturaleza del espacio y del tiempo, ya que, cuando define simplemente el primero como un «orden de coexistencia» y el segundo como un «orden de sucesión», no los considera más que desde un punto de vista puramente lógico, que los reduce precisamente a continentes homogéneos sin ninguna cualidad, y por consiguiente sin ninguna existencia efectiva, y ya que así no da ninguna explicación de su naturaleza ontológica, queremos decir de la naturaleza real del espacio y del tiempo manifestados en nuestro mundo, y por consiguiente verdaderamente existentes, en tanto que condiciones determinantes de este modo especial de existencia que es propiamente la existencia corporal.
La conclusión que se desprende claramente de todo eso, es que la uniformidad, para ser posible, supondría seres desprovistos de todas las cualidades y reducidos a no ser más que simples «unidades» numéricas; y es así como una tal uniformidad no es nunca realizable de hecho, sino que todos los esfuerzos hechos para realizarla, concretamente en el dominio humano, no pueden tener como resultado más que despojar más o menos completamente a los seres de sus cualidades propias, y hacer así de ellos algo que se parezca tanto como sea posible a simples máquinas, ya que la máquina, producto típico del mundo moderno, es efectivamente lo que representa, al grado más alto que se haya podido alcanzar todavía, el predominio de la cantidad sobre la cualidad. Es a eso a lo que tienden, desde el punto de vista propiamente social, las concepciones «democráticas» e «igualitarias», para las que todos los individuos son equivalentes entre sí, lo que implica la suposición absurda de que todos deben ser igualmente aptos para no importa qué; esa «igualdad» es una cosa de la que la naturaleza no ofrece ningún ejemplo, por las razones mismas que acabamos de indicar, puesto que no sería nada más que una completa similitud entre los individuos; pero es evidente que, en el nombre de esta pretendida «igualdad», que es uno de los «ideales» al revés más queridos por el mundo moderno, se hace efectivamente a los individuos tan semejantes entre sí como la naturaleza lo permite, y eso primeramente al pretender imponer a todos una educación uniforme. No hay que decir que, como a pesar de todo no se puede suprimir enteramente la diferencia de las aptitudes, esta educación no dará para todos exactamente los mismos resultados; pero, no obstante, es muy cierto que, si es incapaz de dar a algunos individuos cualidades que no tienen, es al contrario muy susceptible de asfixiar en los otros todas las posibilidades que rebasan el nivel común; es así como la «nivelación» se opera siempre por abajo, y, por lo demás, no puede operarse de otro modo, puesto que ella misma no es más que una expresión de la tendencia hacia abajo, es decir, hacia la cantidad pura que se sitúa más abajo de toda manifestación corporal, no solo por debajo del grado ocupado por los seres vivos más rudimentarios, sino también por debajo de lo que nuestros contemporáneos han convenido llamar la «materia bruta», y que, sin embargo, puesto que se manifiesta a los sentidos, está todavía lejos de estar enteramente desprovista de toda cualidad.
(…)
Decíamos que hay tendencia a uniformizar no solo a los individuos humanos, sino también a las cosas; si los hombres de la época actual se jactan de modificar el mundo en una medida cada vez más amplia, y si efectivamente todo deviene en él cada vez más «artificial», es sobre todo en este sentido como entienden modificarle, al hacer recaer toda su actividad sobre un dominio tan estrictamente cuantitativo como es posible. Por lo demás, desde que se ha querido constituir una ciencia completamente cuantitativa, es inevitable que las aplicaciones prácticas que se sacan de esta ciencia revistan también el mismo carácter; éstas son esas aplicaciones cuyo conjunto, de una manera general, se designa por el nombre de «industria», y se puede decir en efecto que la industria moderna representa, bajo todos los aspectos, el triunfo de la cantidad, no solo porque sus procedimientos no hacen llamada más que a conocimientos de orden cuantitativo, y porque los instrumentos de los que hace uso, es decir, propiamente las máquinas, están establecidas de tal manera que las consideraciones cualitativas intervienen en ellas tan poco como es posible, y porque los hombres que las manejan están reducidos a una actividad completamente mecánica, sino también porque, en las producciones mismas de esa industria, la cualidad se sacrifica enteramente a la cantidad. Algunas precisiones complementarias sobre este tema no serán sin duda inútiles; pero antes de llegar a eso, formularemos todavía una pregunta sobre la que tendremos que volver después: se piense lo que se piense del valor de los resultados de la acción que el hombre moderno ejerce sobre el mundo, es un hecho, independiente de toda apreciación, que esta acción triunfa y que, al menos en una cierta medida, alcanza los fines que se propone; si los hombres de alguna otra época hubieran actuado de la misma manera (suposición por lo demás completamente «teórica» e inverosímil de hecho, dadas las diferencias mentales que existen entre aquellos hombres y los de hoy día), ¿habrían sido los mismos los resultados obtenidos? En otros términos, para que el medio terrestre se preste a una tal acción, ¿no es menester que esté predispuesto a ello de alguna manera por las condiciones cósmicas del periodo cíclico donde nos encontramos al presente, es decir, que, en relación a las
épocas anteriores, haya en la naturaleza de este medio algo cambiado? En el punto en que estamos de nuestra exposición, sería todavía demasiado pronto para precisar la naturaleza de ese cambio, y para caracterizarle de otro modo que como debiendo ser una suerte de disminución cualitativa, que da mayor incentivo a todo lo que pertenece a la cantidad; pero lo que hemos dicho sobre las determinaciones cualitativas del tiempo permite ya concebir al menos su posibilidad, y comprender que las modificaciones artificiales del mundo, para poder realizarse, deben presuponer modificaciones naturales a las que no hacen más que corresponder y conformarse de alguna manera, en virtud misma de la correlación que existe constantemente, en la marcha cíclica del tiempo, entre el orden cósmico y el orden humano.
Rene Guenon “El reino de la cantidad y los signos de los tiempos”, Extracto