2024

Preludio de la guerra

Extracto de “Prelude to War” de Editorial Arktos

La catástrofe biológica de las dos guerras mundiales

Etólogos como Konrad Lorenz y Robert Ardrey han demostrado que la guerra es una de las principales particularidades del hombre. La guerra puede definirse como una agresividad y un enfrentamiento entre diferentes grupos en el marco de una misma especie. Es la extensión y complejización -mediante conflictos colectivos- de la agresividad individual intermasculina que la filogénesis ha establecido entre los mamíferos superiores.

La paz es un ideal onírico de compensación y consuelo que surge de la conciencia de que la guerra es un hecho insuperable de la vida. No habría poesía, ni filosofía, ni historia, ni siquiera literatura, sin el telón de fondo carmesí de la guerra. Ésta se encuentra en el centro mismo de todo el pensamiento religioso, el Corán, la Biblia y la Ilíada. No se puede desarraigar y es inseparable de la naturaleza humana. Sólo la guerra da significado a la muerte. Morir de viejo o de enfermedad no tiene ningún significado digno de mención y se relaciona con lo absurdo. Nuestra muerte en la batalla permite que se sequen las lágrimas de los que nos sobreviven.

En una civilización sana, una madre cuyos hijos perecen luchando por la patria no se rinde a la desesperación. Y los guerreros que mueren en la batalla siempre han sido objeto de mayor reverencia que cualquier hombre que muera por causas naturales. Mientras que la guerra es sinónimo de santificación, todas las ideologías de paz perpetua son credos que engendran disolución, esclavitud, entropía y pérdida de energía.

Sólo las civilizaciones profundamente decadentes podrían buscar la paz como objetivo final, ya que hacerlo es ir en contra de la naturaleza humana y esforzarse por alcanzar la paz definitiva, un “paraíso” en la tierra, que nunca podría ser otra cosa que la muerte. La paz, la cooperación y la amistad no son más que medios, herramientas temporales puestas al servicio de un triunfo concreto, y no objetivos imperativos de la existencia humana, como escribió Emmanuel Lévinas.

Aunque la guerra es inevitable, hay que intentar, por supuesto, restringir su magnitud y limitar sus efectos nocivos. Sin embargo, en los últimos 5.000 años, las guerras han sido mucho menos letales desde nuestra perspectiva humana que, por ejemplo, las epidemias.

La historia sólo tiene un criterio: el de la supervivencia y la continuación de la vida, utilizando cualquier medio necesario, ya sea la fuerza o la astucia. Pero ay de los que sólo cultivan la fuerza pura, el heroísmo puro y las estrategias leoninas (Tamerlán, Napoleón, Hitler, etc.) y nunca son astutos como un zorro. La fuerza implacable y la violencia son ciertamente necesarias, pero siguen siendo insuficientes en la interminable guerra de la vida, con sus grupos, pueblos, civilizaciones e individuos. ¡Ay del que descuida la astucia! Y ay de los que sólo cantan “¡Paz! ¡Paz! Paz!”, como hacen los cristianos de hoy, porque serán azotados con cadenas de metal. La Providencia sólo premia a los astutos que nunca recurren al uso de la fuerza si no es absolutamente necesario, sino también a los que son muy conscientes de que la guerra es de naturaleza proteica, y no sólo militar: guerra cultural, guerra de natalidad, guerra migratoria, etc. La victoria, que actúa como el propósito específico y práctico de toda vida sana y que está libre de doctrinas contemplativas, de cuestionamientos constantes y del fanatismo suicida de los meros fanáticos, se basa siempre en una sutil dosis tanto de fuerza como de astucia, de heroísmo calculado y de cinismo.

La guerra es la fuerza y el sol rojo que devuelve el vigor a los pueblos. Sin ella, no habría ni amistad ni amor, ni dinamismo, ni creatividad, ni emociones colectivas, ni sentido a la vida de los pueblos y de los hombres. La guerra, hermana de la caza, está en el origen mismo de la estética, mucho más que las doctrinas religiosas.

La guerra implica, por supuesto, horrores indecibles, pero no es en absoluto peor que las epidemias, el hambre, las catástrofes naturales y los crímenes atroces.

Las aristocracias sólo pueden nacer de la guerra

Aristócratas, aristócratas… He conocido a algunos despreciables, ¡eso sí que lo puedo decir! Familias “nobles” altivas que disfrutan de toda la atención y la fanfarria. Hay que reconocer que su acento es todo lo contrario a lo ordinario, con algunos manierismos añadidos. Sin embargo, físicamente están muy lejos de sus ancestros guerreros. Escuálidos, mustios y enfermizos. ¡Qué raza tan vil! Sólo hay que ver sus fotos en la revista Gala: es como estar en el zoo. ¡No puedo esperar a que surja una nueva aristocracia popular!

¡Tradición! Tradición. Es lo único que se les oye decir, y sin embargo son ellos los que han acabado con ella. Durante tres siglos, han estado amontonando malentendidos sobre malentendidos. Han permitido que su sangre se mezcle con la de la peor clase de escoria, ni siquiera con la de los decentes campesinos franceses caracterizados por la honestidad de un plebeyo, sino con la de los financieros más pésimos y estúpidos. Complacientemente, sin hacer olas. Lo único que han conservado es su dialecto ligeramente refinado y “educado”. Y ¡qué moderación! Nunca discuten los temas esenciales, contentándose con cotillear, con hacer chapuzas, con formular ideas huecas y con dejarse llevar por la palabrería. Siempre superficial. ¡Permanezcan superficiales a toda costa!

Hay algunos, sin embargo, que son decentes. Muy decentes. Yo mismo los he conocido, y han conservado las cualidades de sus propios antepasados. Es cierto que son pocos, pero siguen aquí, así que no hay razón para quejarse, ¿no? Están a cargo de algunos castillos pequeños y votan de manera despiadada e intrépida. Si uno escarba lo suficiente, de hecho, los mejores aristócratas rara vez se encuentran en las grandes familias nobles, pero achtung, ¡uno desentierra un par de vez en cuando! Muchos de los miembros degenerados de estas “grandes familias” están completamente lobotomizados y son adictos a los focos, ¡inconfesables! Por otro lado, a veces se encuentran algunos pequeños nobles provincianos (muy reales, de hecho) o familias de clase alta ennoblecidas que son realmente irreprochables. No se contentan con perpetuar una determinada tradición, sino que financian de buen grado causas dignas y asumen riesgos sociales.

En todos los pueblos, los auténticos aristócratas son aquellos que no sólo son inteligentes, sino también físicamente fuertes y valientes.

Conozco a un tipo que ha alcanzado el rango de general en la Legión Francesa. Aunque no revelaré su nombre, puedo decir que es un verdadero guerrero cuyo padre murió en la batalla de Dien Bien Phu y que proviene de una familia aristocrática prusiana. Algunos de sus antepasados fueron caballeros teutónicos. El problema es que esos aristócratas ya no mandan nada. Siguen las órdenes de pequeños burgueses trepadores sociales y proletarios ascendentes, de bufones sin sentido que se han elevado por encima de su propio nivel al brotar alas de los billetes. Con la guerra a la vista, urge pues volver a plantearse la designación de una nueva aristocracia europea, como ocurrió hace más de mil años. En efecto, ésta debe ser reconstruida. Y sólo sobre la base de las cualidades beligerantes podrá restablecerse.

A favor del optimismo trágico: una filosofía dialéctica de la guerra

La guerra da sentido a nuestra vida. Sólo experimentamos la regeneración a través del conflicto, sumergiéndonos en la tragedia y lanzando la suerte. Toda agresión es una fuente de despertar y, en última instancia, resulta beneficiosa. Nos obliga a ser nosotros mismos, a reaccionar y afirmarnos una y otra vez. La felicidad y la regeneración sólo se encuentran en el combate, y no en las miasmas de las actividades de ocio y los ideales burgueses.

Tomado de: https://arktos.com/2021/11/03/guillaume-faye-on-war/
Traducción: Alejandro Linconao

Guillaume Faye

Guillaume Faye (1949-2019). Autor y activista francés

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