¿Qué es «contemplar»?
Toca hoy, en este tiempo particularmente opaco a toda aventura teorética, romper una lanza a favor de la pura contemplación. Cuya etimología significa observación del cielo. Con-templar implica formar un «templo» en el cielo (y observar, de manera recogida, esa figura). Por «templo» debe entenderse, en su etimología, un recorte, una delimitación: el dibujo (en el cielo) de un doble meridiano entrecruzado; en el intersticio del mismo puede encontrarse, si hay signos que lo certifiquen, la intersección de la cual puede derivar, por proyección, el trazado del aspa o cruz sobre el cual, en el rito inaugural de las ciudades, se proyectaba el plano inicial de la urbe, con su ágora correspondiente. El contemplador tenía un nombre en la magistratura sacerdotal romana: se le llamaba el Augur.
Contemplar es, por extensión, toda actividad en la cual el goce en la observación y la reflexión teórica alcanzan una particular significación. La vida contemplativa es aquella en que ese goce orienta al contemplador en su tarea; ésta carece de otro fin que la propia contemplación. De ella pueden derivar, de todos modos, grandes beneficios para la ciudad; como los reportaba el Augur, que de tanto mirar el cielo acababa por hallar los signos portadores de augurios favorables.
En nuestros tiempos se impone reivindicar para el gozo común, y como verdadera superación de las dicotomías del trabajo y del ocio, una vida contemplativa que debiera servir de acicate a nuestra búsqueda de Buena Vida. Esa vida contemplativa está muy por encima de otros importantes goces; lo sabían los griegos, que eran particularmente sabios en asuntos de Saber Vivir.
Hoy puede decirse que razón teorética y razón práctica, o acción y contemplación, deben considerarse dos líneas paralelas que en el infinito se encuentran; en ese infinito en el cual Verdad y Libertad hallan su posible conjugación. De manera que el viejo pleito iconológico entre Júpiter y Saturno, o entre Marta y María, se resuelva en tablas. Ya que sin compromiso ético no hay conocimiento que valga; pero sin éste la ética termina siendo puramente testimonial.
Reducir todas las cuestiones a ética es un error salvaje muy de nuestra hora; pensar por ejemplo que, en el fondo, la experiencia religiosa debe ser únicamente (insisto en el adverbio) juzgada y evaluada desde criterios éticos. La ética es imprescindible, pues los asuntos y litigios de la libertad, la justicia y la Buena Vida nos asaltan desde que tenemos uso de razón.
Pero más allá de ilustraciones y de post-modernidades subsiste siempre el gran tema pendiente del conocimiento verdadero. Es un error dejarlo íntegramente al espléndido archipiélago de las ciencias, como si la filosofía y el arte, o la experiencia religiosa y la conducta éticamente motivada no generarán también sus propias formas de conocimiento, o de orientación hacia la verdad. Ésta se dice de muchas maneras, o permite múltiples accesos. Las ciencias nos permiten aproximarnos a ella de una manera que exhibe sus propios modos de control. Pero también el arte y la estética, la filosofía y la religión, y la acción éticamente esclarecida, generan sus propias aproximaciones, o tiran también del hilo rojo, apenas perceptible, que permite transitar el laberinto del conocimiento.
Publicado en la revista El Manifiesto, Año 1, N°1, 2004. Extracto
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