2025

El dinero como síntoma

“Todo el comercio gira en tomo a la moneda. El dinero es el eje”, constataba Erza Pound (Le Travail et l’usure, L’Age d’ homme, Lausanne 1963. La idea no es nueva. En todas las épocas no han faltado las denuncias de la “plutocracia”, las palabras amargas sobre los “ricos” y los “grandes”, las especulaciones sobre el papel de la “alta finanza”. No es de esto de lo que aquí se trata. Se trata más bien de leer la historia de la moneda como testigo privilegiado de una evolución más general:- evolución de las relaciones sociales, evolución de la manera de significar.

 

En un primer momento existía la moneda-oro o la moneda-papel con valor intrínseco; la moneda se ha convertido sucesivamente en papel-moneda representativo con convertibilidad asegurada, luego papel-fiduciario con garantía lagunar y, finalmente, papel convencional “ficticio”, incontrovertible. ¿Qué es lo que significa esto? Proponemos aprehender la moneda como síntoma -y etimológicamente como síntoma que nos advierte. (1)

Es un hecho suficientemente conocido para que no haya necesidad de insistir demasiado en él que la antigüedad europea, analizada desde sus orígenes, demuestra un asornbroso prejuicio de “a-economicidad”. En el mundo indo-europeo, el comercio es un “oficio sin nombre” (Benveniste), cuya utilidad no presenta ninguna duda, pero que fundamentalmente no corresponde a nada. Los términos más antiguos que lo designan tienen el sentido primero y vago de “ocupación” (cf. la expresión “dedicarse a sus negocios”), con un matiz a menudo peyorativo: el negocio (negotium) es en principio lo que está en contradicción con el otium, no la ociosidad (sentido tardío), sino el tiempo libre para el fuero interno, el espacio libre donde puede moverse el espíritu. Por otra parte, en la ideología indo-europea, todo lo que se relaciona con la cuestión económica -la producción, la abundancia, la riqueza, pero también la feminidad y la mayoría de las cosas- está comprendido en el espacio de la tercera función, que está claramente separada y rigurosamente sujeta a las otras dos; esta organización estructurada resulta ella misma de una “guerra de fundación”, en donde la “sed de oro” juega un papel-clave, como pone de manifiesto el Edda, el juego del mundo escenificado en el Vóluspa, con la guerra de los “Ases” y de los “Vanes”.

En la antigüedad grecorromana, la noción misma de producción constituye una especie de impensado radical: se percibe la utilidad, no el coste. La idea de un valor de cambio como categoría económica autónoma ni se considera; el valor económico de los bienes es enteramente relativo a la existencia y a las características propias de estos bienes. El pensamiento griego clásico no considera tampoco el intercambio como noción especulativa; no concibe la economía de beneficios. Aristóteles, para el que el bien económico es necesariamente “exterior” al hombre verdadero, plantea, en principio, la equivalencia de las transacciones. Cicerón (De los oficios, 1,42) considera “indignas de un hombre libre”, pues implican una “mentira”, las ganancias obtenidas revendiendo a un precio superior bienes que se acaban de comprar.

Por lo tanto, la riqueza rara vez se constituye como objeto de una búsqueda autónoma. Más bien, está ligada a una posición social o personal. En Roma, todavía al principio del Imperio, ningún miembro de la nobleza o del orden ecuestre tomaba parte activa en operaciones comerciales. La noción de capital era igualmente ignorada, así como la distinción entre bienes propios y bienes de actividad profesional. La deuda existía, no el sistema de la deuda: el dinero no se multiplicaba. El mercado era, ante todo, un lugar que no se aprehendía como categoría en sí misma. El saber científico o matemático no se acompañaba, pues, de lo que constituye su corolario en la época moderna: el saber económico. El “estatus” social, incluso el de los esclavos era en primer lugar político. Y sería un grave error, cometido demasiado frecuentemente, creer que la ausencia de “progreso” tecnológico se explicaba por la presencia de una abundante mano de obra servil, cuando resultaba en efecto de un prejuicio inconsciente, ligado a un sistema de valores particular. Spengler dirá: “toda actividad económica es la expresión de una vida psíquica”

En Grecia, la vocación mercantil no aparece verdaderamente más que a principios del siglo VI, y no es antes del siglo IV cuando aparecen las asociaciones de comerciantes, al tiempo que se desarrolla el uso de los contratos escritos. Esparta no conocerá la moneda más que al final de las guerras del Peloponeso, durante la toma de Atenas en el 404. En el apogeo de la democracia ateniense, la inmensa mayoría de los comerciantes está constituida por extranjeros o metecos (metoikoí), en sentido propio “los que cambian de casa”. Sucede lo mismo en Roma. “La política romana, escribe Abraham Léon, no ha sido nunca determinada por pretendidos intereses comerciales. La prueba mejor es que Roma, después de la derrota de Aníbal, les permite todavía a los Cartaginenses prohibir la entrada en su mar” (La concepción matérialiste de la question juive, EDI, 1980). Es únicamente bajo el Imperio cuando esta situación evolucionará: los numera progresivamente prevalecerán sobre los numina…

Tradicionalmente, es a Cresus, rey de Lidia, en Asia Menor, al que se le atribuye la invención de la economía monetaria y, de la acuñación de las primeras monedas. Que el hecho sea exacto o no, la importancia del acontecimiento no debería subestimarse. Desde su origen, la moneda instituye una relación nueva entre lo simbólico y lo real. Se presenta, en efecto, de forma constante como un objeto, que no solamente tiene un valor, sino que representa también uno. No solamente la moneda vale algo en tanto que tal, sino que al mismo tiempo vale para algo. Es a la vez el medium que permite evaluar y el que permite efectuar los intercambios reales. Su utilización equivale, por lo tanto, ya de alguna forma, a una “delegación de soberanía”. Consiguiente-mente, el valor económico se’ encuentra por primera vez claramente separado del valor no económico. Jean Joseph Goux llega a escribir que “la aparición de una noción de valor económico puro, sincrónica al ‘uso extendido de la moneda, así como de una concepción religiosa monoteísta, es solidaria de un verdadero viraje edipiano filogenético”(Les iconoclástes. Seuil, 1978).

Durante toda la Edad Media, la moneda queda encasillada en su ambigüedad original, mientras que la Iglesia se dedica a legitimar mediante su propia doctrina, el prejuicio “antieconómico” que ha heredado de la Antigüedad. El uso de la moneda sigue siendo esencialmente directo. En los intercambios, la reciprocidad de los vínculos implica un comercio de los seres; el intermediario no tiene más que un papel menor, instrumental. Paralelamente, el signo puede en todo momento ser puesto en relación con la cosa que significa: el valor nominal es concedido al valor natural, real. Como ha observado perfectamente Marx, el señor feudal no quiere ser rico más que para poder gastar de manera suntuosa. La riqueza no es para él un poder extraño, sino un bien poseído, consagrado a la “aniquilación”. Más que un objeto de intercambio, es lo que le exime del intercambio, y especialmente del comercio.

De “corporal”, el dinero se va a convertir cada vez más en “relacional”, esencialmente con la aparición del crédito. Todos sabemos que la prohibición religiosa ha pesado sobre este último durante mucho tiempo. Al mismo tiempo que se esfuerzan en definir el “justo precio”, los teólogos condenan la práctica de la usura, es decir, del préstamo con interés (Concilio de Letrán, 1215), estimando inmoral que el dinero, considerado como estéril por naturaleza, pueda multiplicarse bajo los efectos del tiempo, que se considera no pertenecer más que a Dios. (2) Sin embargo, la noción de crédito se expande desde el siglo XII con la práctica de la letra de cambio, medio de regulación a distancia que evita los peligros inherentes al transporte de liquideces. Antepasado del cheque, la letra de cambio se convierte rápidamente en un título de pago a parte entera, una verdadera obligación, cuya difusión se extiende bajo la influencia de las grandes compañías comerciales italianas (Génova, Florencia, Venecia). Los franceses, los ingleses y los alemanes no la utilizarán hasta el siglo XV fecha en la que la letra de cambio se convierte con el endoso en una auténtica moneda fiduciaria.

Werner Sombart sitúa la partida de nacimiento de la burguesía europea en Florencia, a fines del siglo XIV. En el siglo anterior, Florencia había sido igualmente la cuna del cálculo comercial, al mismo tiempo que aparecía el bimetalismo, consistente en expresar el precio del oro en plata. Será precisamente ahora, en el siglo XIV, cuando Dante acusaría a la burguesía de las grandes ciudades, que se señala por su codicia de ganancia: “No piensan más que en ganar dinero, hasta el punto que casi se podría decir que les consume una llama por el deseo de poseer” (Descripción de Florencia). Encontramos parecidas recriminaciones en Hans Sachs, en Wimpfeling, en Erasmo (pecunia obediunt omnia). En todas partes el ascenso de la burguesía corre parejo al del dinero. Los cargos oficiales son cada vez más frecuentemente venales.

La contabilidad de partida doble aparece a fines del siglo XV. Spengler ve en ella un “puro análisis espacial del valor, relacionado con un sistema de coordenadas, cuyo punto inicial es la firma” y la juzga “contemporánea” de los sistemas de Newton y de Galileo. Es también la época, no lo olvidemos, en la que Cristóbal Colón descubre América, obsesionado a la vez por el tema tópico del oro y deseoso de verificar los evangelios. Preocupaciones simbólicas: los Estados Unidos serán más tarde el país de la “carrera hacia el oro”, de la Biblia y del big business. A los rasgos que definen el espíritu feudal se opone enteramente el tipo del burgués moderno, que subordina el goce a la producción, se ocupa del ahorro, hace fructificar sus ganancias y contabiliza su tiempo a la manera como contabiliza sus bienes. Es sabido el papel desempeñado por la Reforma en el desarrollo del espíritu burgués, que triunfa con el calvinismo, y por lo que se refiere a los anglosajones y a los americanos con el personaje del hombre de negocios riguroso, industrioso, que aspira a la eficacia económica, al mismo tiempo que a la perfección moral, según el principio enunciado por Franklin: Industry and Frugality (“aplicación y temperancia”). (3) Con el puritanismo, el dinero se convierte a la vez en moral y racional; el enriquecimiento es un acto piadoso, al mismo tiempo que un signo de elección. “El hombre al que Dios ha dado riquezas y un alma para utilizarlas, declara Benjamin Franklin, ha recibido por ello mismo una señal particular de su gracia y de su favor” (The Economy of Human Life, 1785). El siglo XIX llevará hasta su apogeo estas virtudes burguesas de aplicación, de frugalidad, de espíritu de ahorro, de rigorismo sexual y de preocupación por la respetabilidad. En los billetes de banco americanos se leerá: In Got we trust.

En el siglo XVIII, el paso de la moneda metálica al papel-moneda “garantizado” aumenta la abstracción del intercambio. El papel-moneda no remite más que indirectamente a los bienes cuyo valor expresa. Desde ese momento, la moneda ya no es más una mercancía comparable a otras mercancías. No es más que el sustituto puramente simbólico. El dinero como grandeza deja paso al dinero como función. Originariamente los bienes materiales permanecían ligados a la vida orgánica que los había producido o que los consumía. El intercambio de bienes designaba la manera en que los diferentes bienes pasaban de un medio viviente a otro. Con el advenimiento de las grandes ciudades, el ascenso de la burguesía, el incremento del número y de la importancia de los intermediarios y, finalmente, la aparición del papel-moneda es todo un proceso inverso el que se instala poco a poco. En adelante, en el sistema occidental, la moneda gradúa los bienes, y no al revés. “De esta forma, el bien se convierte en mercancía, el intercambio en transacción, y el pensamiento en dinero sustituye al pensamiento en bienes”, escribe Oswald Spengler (Le déclin de l’Occident, Gallimard,1948).

Y añade: “Por todo ello nace un algo puramente extenso, una forma de limitación abstraída de las cosas económicas visibles, al igual que el pensamiento matemático abstrae la forma del mundo mecánicamente concebido, la abstracción del dinero, corresponde a la abstracción del número. Ambos son completamente anorgánicos. La imagen económica se reduce exclusivamente a cantidades, haciendo abstracción de la calidad, que es precisamente el carácter esencial del bien.

Para el campesino de antes, su vaca es primeramente un ser cualitativo y solamente luego un bien de intercambio; para la visión económica de un auténtico ciudadano, no existe más que un valor monetario abstracto bajo la forma fortuita de una vaca, valor que puede ser negociado en todo momento y tomar por ejemplo la forma de un billete de banco G.). Ahora, ya no es el oro el que se calcula a través de la vaca, sino la vaca a través del oro, y el resultado se expresa mediante un número abstracto, el precio (…). Mediante esta especie de pensamiento, la posesión ligada a la vida y al suelo se convierte en una fortuna que es esencialmente móvil y cualitativamente indeterminada; no consiste en bienes, sino que está colocada en bienes. Considerada, en sí misma es un puro quantum numérico de valor monetario”. (ibid).

Veamos esto en detalle. En una sociedad cada vez más compleja en la que los intercambios tienden a generalizarse, la relación entre los seres se convierte en la realidad esencial, y el papel del mediador, que se encuentra en el punto de relación, reviste una importancia cada vez más considerable. Paralelamente, conforme aumenta el número de los intermediarios, el papel del mediador también se incrementa. El mediador saca su fuerza de su posición. “Obliga al productor a hacerle ofertas, al consumidora hacerle pedidos; hace de la mediación un monopolio y luego la esencia de la vida económica, y fuerza a estos dos a que le sirvan en sus intereses, obligándoles a producir mercancías según sus cálculos y a comprarlas bajo la presión de sus ofertas” (Oswald Spengler, op. cit.).

Pero en realidad, la mediación es doble. Junto al operador propiamente dicho que facilita y supervisa el intercambio, el propio dinero se instituye, por lo tanto, como mediador, independientemente de los que lo utilizan y lo manejan. El dinero surge corno tercio simbolizante, y este surgimiento corre parejo a una transformación considerable del “estatus” de las partes entre las que se efectúa el intercambio: Progresivamente este “esta-tus” se reduce a una relación desafecta entre individuos abstractos, que tampoco distingue a los unos respecto de los otros. El nuevo papel de la moneda aparece entonces corno inseparable de la difusión del individualismo mercantilista, reflejo degradado del individualismo de la salvación, del individualismo “fuera del mundo” (Dumont) y de la ideología igualitaria.

Que la moneda, en tanto que intermediario omnipresente, participe en la introducción de la metafísica de lo “Mismo” en la sociedad civil es algo de lo que no habría que dudar. En tanto que sustituta de todos los intercambios, la moneda es intrínsecamente unificadora. Gracias a ella, los intercambios son hechos homogéneos mediante la adopción de una medida común, destinada, en principio, a limitar las divergencias de evaluación. No solamente un franco vale siempre un franco, cualquiera que sea la persona que lo posea, (y cualquiera que sea la cantidad de francos que posea), sino que mediante el juego mismo del intercambio, todos los agentes económicos son inmediatamente considerados como mutuamente convertibles, es decir, como equivalentes. “La sociedad mercantilista, constata Lucien Sebag, forja instrumentos universales de evaluación y de contabilidad, tales como el cálculo económico que le permite igualar la diversidad de los productos, de las empresas y de los hombres, al tiempo que deja paso a una homogeneización del conjunto de los objetos , signos y símbolos que estructuran la existencia humana” (Marxisme et structuralisme, Payot, 1964). El advenimiento del igualitarismo es en primer lugar el advenimiento del reino de la cantidad. Ahora bien, la moneda es por excelencia la unidad de cuenta que permite evaluar las cantidades, Es por lo que ésta constituye el operador común del pensamiento económico y de la ideología igualitaria. De la moneda, Edouard Berth no duda en decir: “Aplasta la heterogeneidad de los valores de uso bajo la lógica de lo homogéneo, iguala lo desigual y reduce lo otro a lo mismo” (Les méfaits des intellectuels). Finalmente, el propio intercambio es a la postre garantía y condición de un, universal reducido a una única dimensión: “Operar, es recorrer un ‘espacio’, identificarlo en sus similitudes para proclamar su unidad” (Gérald Hervé).

La moneda, por consiguiente, se sitúa, sin duda, en esta “metafísica de lo Mismo”, inaugurada por el monoteísmo. “El dinero, señala Jean-Joseph Goux, ya no es únicamente la medida universal del valor de las mercancías, sino también la medida común que permite regular el conjunto de las relaciones humanas y que constituye el patrón ideal de todas las actividades. El reino del dinero es el reino de la medida única, a partir de la que pueden ser evaluadas todas las cosas y todas las actividades humanas (…). Una cierta configuración monoteísta de la forma valor como equivalencia general aparece claramente expresada en este contexto. La racionalidad monetaria, basada en el patrón único de medida de los valores, enlaza con una cierta monovalencia teológica” (Les monnayeurs du langage, Galilée, 1984, pp. 164-165).

Subordinando a lo Único la variedad de las diferencias, ¿no reduce ya el pensamiento bíblico lo “Otro” a lo “Mismo”, para desembocar en la igualdad geométrica -uno igual a uno- condición necesaria para la generalización del intercambio entre cantidades? Yahvé es en primer lugar un dios-juez, que como tal pesa, sopesa y evalúa. En la vida de los hombres, cuenta las buenas y las malas acciones; es el contable de la salvación de cada uno. Por otra parte, ama las cifras: (4) cuenta sus tribus, contabiliza los cadáveres de los idólatras, computa las naciones conquistadas, también instituye a su pueblo sobre la base de la posesión. André Neher decía que el gran mérito del pensamiento bíblico era haber “edificado el tiempo en una estructura económica”. Es por lo que la Alianza (Brith) es en primer lugar una transacción, la primera de todas, el modelo de todas y la más fundamental. De ella se derivan todos los contratos. Mediante la Alianza, Yahvé capitaliza a su pueblo: invierte en la misión que le ha asignado. A cambio, le concede un crédito para toda la eternidad, del que da una idea la vitrina comercial del Edén. En el cristianismo, la fe se convierte en el fin de una “apuesta” gobernada por >el interés. Es la ‘inversión que se considera más rentable (“la vida eterna”). El hombre ha sido arrojado a la tierra para redimirse, para borrar su deuda. Toda la economía de la salvación se fundamenta, de esta forma, en la idea de una retribución de los actos y de una contabilidad de los pecados.

La primacía del dinero implica la de la forma de espíritu más adecuada para manejarlo. Implica la primacía del intelecto sobre el sentimiento y sobre el alma. Inaugura el reinado de la razón, que no es otra cosa que la moneda del pensamiento. Desde Platón, recuerda en efecto Jean-Joseph Goux, la razón objetiva se configura como la “medida trascendente de los intercambios en el comercio de las inteligencias; donde no interviene forzosamente el deber o la pasión convirtiéndose por lo tanto en intercambios desafectos” (Les iconoclastes, op. cit., p.162). En el sistema burgués de los valores, la razón justifica el dinero, así como el dinero justifica la razón. También el propio Spengler demuestra perfectamente como la modernidad sustituye al “hombre del destino” por “el hombre de las razones y de las causas”. “El cosmopolitismo, escribe, es una simple combinación de inteligencias ‘despiertas. Encierra odio contra el destino, ante todo contra la historia como expresión del destino” (op.cit,). A la racionalización de la vida, inducida por la conducta económica, se opone en efecto la historia como portadora de lo aleatorio, y a través de la sucesión de toda clase de vicisitudes como proveedora de destino. (Spengler recuerda que el destino se vive, mientras que la causalidad racional se comprende). La racionalización -de la existencia, contabilizada mecánicamente por la moneda, tiende naturalmente a la reducción de todos los datos imprevisibles. Es el reino de la forma rectilínea, del pensamiento geométrico -de la ortogonalidad que contradicen los bosques.

La moneda genera un formidable poder de reificación y de cuantificación. Sometiendo la vida al espíritu de cálculo, transforma el conjunto de las relaciones sociales. En L’enfer des choses (Seuil, 1979), Paul Dumochel y Jean-Pierre Dupuy sugieren la tesis de que el vínculo social, en otro tiempo de naturaleza sagrada, se ha convertido en económico desde el siglo XVII hasta aquí la sucesión de las tres formas clásicas de legitimación de la autoridad: el carisma (primera función), la fuerza asociada a la tradición (segunda función), el número asociado a la racionalidad de la ley (tercera función).

La moneda, expresión privilegiada del número -un franco igual a un franco, así como un hombre igual a un voto-, es por ello naturalmente el símbolo de este nuevo vínculo social, que permite a la vez la resolución de los conflictos, la apropiación de los bienes codiciados y la organización de los bienes escasos.

De esta forma se entra en esta era económica, en, la que como dice Spengler, “se muere de alguna cosa, y no por alguna cosa”. Progresivamente, la concepción comercial de las cosas penetra en todas las esferas de la vida humana, que al mismo tiempo se convierten en justiciables del análisis económico. El dinero, valor numérico relacionado con una unidad de cuenta, se convierte en una categoría del pensamiento. El espíritu de cálculo generaliza un sistema de valores que reposa en nociones de “más” y de “menos”, estableciendo permanentemente una relación entre la inversión y el interés, el “pasivo” y el “activo”.

Pensar según esta categoría, es, en primer lugar, contar. Lo que vale, lo que suscita la admiración y la envidia es la cantidad que se puede medir y contabilizar. Toda la existencia queda reducida a la existencia económica. Todo puede ser objeto de cambio; a todo lo que no tiene valor mercantil se le deniega el “estatus” de existencia. Las relaciones sociales se mercantilizan, a medida que se acentúa este “desencantamiento” (Entzauberung) del mundo inaugurado por el cristianismo, cuya vinculación estrecha con la preocupación económica en la época moderna ha sido puesta de manifiesto por Max Weber. Este, desencantamiento tiene lugar mediante el rebajamiento, de toda vinculación a un contenido mercantil. La vida se convierte en una operación comercial, marcada por “acontecimientos” traducidos en términos de pérdidas y de beneficios. El individuo› ya no vale por lo que es, sino por lo que tiene. El hombre, según la tradición liberal, se supone que tiende siempre de una manera racional a obtener su máximo provecho, de la misma forma que para los cristianos el hombre razonable tiende naturalmente a buscar su salvación. Pero al mismo tiempo, el aliciente de la ganancia se instituye corno deseo perpetuamente insatisfecho -por lo que se refiere a las cantidades, no hay límite en ellas- y desde ese momento se manifiesta como un engaño. Entre el deseo y la ganancia: hay siempre algo más que es inalcanzable.

El contrato se convierte en el paradigma de toda relación. En política, Rousseau formula la doctrina del “contrato social”: el poder se negocia entre la “voluntad general” y sus mandatarios. El individualismo alcanza su plenitud, el liberalismo se apoya sobre las prerrogativas de la economía y enfrenta al individuo contra el poder: la búsqueda del “bienestar” se reduce a la supresión de todo lo que puede obstaculizar la carrera hacia el lucro. En la Inglaterra del siglo XVIII, la Liberty designa la libertad de espíritu y la de los negocios, indisolublemente ligadas. Montesquieu declara: “Habiendo llegado por cualquier accidente a un pueblo desconocido, .si veis una moneda, estad seguros que habéis llegado a una nación civilizada” (Espíritu de las leyes, XVIII).

Como se sabe, para Spengler la “civilización” señala el estadio en el que las grandes culturas llegan al final de sus potencialidades orgánicas. Esté estadio, precisa, es aquél en el que “la tradición y la personalidad han perdido su valor inmediato, y donde es necesario que cada idea sea primeramente repensada en términos de dinero antes de poderse realizar. En un principio, se era rico porque se era poderoso. Ahora se es poderoso porque se tiene dinero. Es el dinero, en principio, el que eleva al trono al espíritu. La democracia es la identificación perfecta del dinero y del poder político” (op. cit.).

La democracia liberal es un régimen en el que todo el mundo puede votar, pero en el que por regla general, uno no puede presentarse a las elecciones, .más que si tiene dinero (el sistema americano llevará esto hasta el extremo). Mediante la sumisión al dinero, lo político se subordina a lo económico. El Estado liberal -que no tiene las manos limpias más que porque se las han cortado-, lejos de poder desempeñar el papel de “árbitro” en el que se le busca encasillar, al estar inmerso en todos los procesos económicos, y ligado a la riqueza, no puede ser ya justo. La vida política real, no es entonces más que la oposición entre las fuerzas sometidas a la economía y las que no lo están. A fin de cuentas, es una lucha “por” o “contra” la dictadura de la economía. “Aquél que no aspire más que a las ventajas puramente económicas, como los cartagineses en tiempos de los romanos, y en mucha mayor medida los americanos de hoy, sigue diciendo Spengler, será incapaz, por lo tanto, de pensar como un verdadero hombre político. Será siempre explotado y engañado en las decisiones de la gran política” (ibid.)

Dueño de lo político, lo económico, manipulado por la moneda, se revela como olvido del ser y privación de la historia. El dinero no conoce otras fronteras que las de la posesión y la desposesión abstractas. No está ligado a ningún lugar, a ningún pueblo. Y es por lo que la generalización de los intercambios corre pareja a la erosión de las identidades colectivas, provocada por la difusión de modos de existencia económicos, cada vez más homogéneos. “El tiempo queda espacializado, escribe Gérard Hervé. El espacio es el del intercambio. La unidimensionalidad prevalece, y con ella la universalidad de la planificación. La “mismeidad’ en todas partes, y no la diferencia en alguna parte (…). La serie y no el caso. El signo y no la realidad. Esta es enfatizada en el símbolo amonedable. La efusión no puede ser reconocida más que a través de flujos económicos y monetarios” (Le mensonge de Sócrates, L’Age d’homrne, Lausanne, 1984).

Es una concepción completamente diferente la que aquí se manifiesta. Time is money, “el tiempo es dinero”. Por lo tanto, no hay que entender únicamente que perder el tiempo es también perder dinero, sino más bien : que el tiempo en adelante se mide en el transcurrir del dinero. La noción de crédito es la que permite mejor captar esta transformación. El uso generalizado de la moneda conduce al hombre a vivir constantemente en el instante presente -un instante medido mecánicamente por los relojes modernos-, pero en un instante presente regularmente desplazado hacia el futuro inmediato. El presente se convierte entonces en anticipación actualizada, anticipación que no se presenta como tal más que para ser, inmediatamente consumida. “La moneda puede anticipar el tiempo, observa Jean-Frangois Lyotard, porque es tiempo almacenado. El crédito al consumo (destinado al comprador) permite anticipar el tiempo del disfrute, el crédito a la circulación (destinado al comerciante) anticipar el tiempo del pago (de los proveedores), el crédito a la inversión (destinado al empresario) anticipar el tiempo de la producción, el crédito al crédito (destinado al banquero) anticipar el tiempo de la extinción de la deuda del deudor” (Le différend, Minuit, 1983, pp. 252-253).

Se comprende entonces porqué la moneda, ligada a la meta-física de lo “Mismo”, lo está también a la dominación del mundo a través de la racionalidad instrumental: es la misma voluntad de objetivación la que le proporciona su legitimación al enfoque puramente tecnicista de la técnica. Al igual que la concepción comercial del mundo, ésta también deriva de la generalización del espíritu de cálculo. No plantea al ser más que como valor y al valor como cantidad numérica. “En tanto que perpetuamente cambia de mediador, escribe Heidegger, el hombre es un marchante. Pesa y evalúa constantemente, y, sin embargo, no conoce el peso específico de las cosas” (Chemins qui ne ménent nulle part, Gallimard-Idées, 1980). No solamente este proceso “plantea que todo ser es susceptible de ser producido en el proceso de producción, sino que también expide los productos de la producción mediante el mercado (Markt). La humanidad del hombre y la ‘coseidad’ de las cosas se diluyen en el interior de la intención deliberada de una producción, en el valor mercurial de un mercado, que no sólo abarca corno mercado mundial a la tierra entera, sino que siendo voluntad de voluntades comprende al mercado como la esencia misma del ser, y de esta forma hace comparecer a todo ser ante el tribunal de un cálculo general, cuyo dominio riguroso abarca ámbitos donde la contabilidad no parece ser lo más apropiado”(ibid).

 Es a esta medida calculadora a la que Heidegger, leyendo a Rilke, opone la “medida del Ángel”, medida poética por excelencia: el poeta también mide, al buscar en el cielo las imágenes que anuncian lo dioses que están por llegar.

Notas:

1.  La palabra “moneda”, deriva del latín moneta, tiene relación con el verbo moneo, “advertir”. Moneta es en principio un sobrenombre de Juno (“Juno Moneta”): la moneda se fabricaba en efecto en el templo de esta diosa, de donde procede la evolución semántica.

2.  La usura era, sin embargo, ampliamente practicada por el clero, tal como testimonian, en el siglo IX, las quejas que se elevan en los concilios. Por otra parte, se puede leer en el Deuteronomio: “No debes obtener intereses de tu hermano, pero sí que puedes obtenerlos de un extranjero, para que el Señor, tu Dios, te bendiga en todas tus empresas; en los países en los que debas entrar para tomar posesión de ellos” (XXIII, 20).

3.  Hay que referirse evidentemente aquí a los trabajos de Max Weber (L’ ethique protestante et l’esprit du capitalisme, Plan, 1964) y de yerner Sombart (Les Juifs et la pie économique, Payot, 1923; LeBourgeois, Payot, 1928; L’apogée du capitalisme, Payot, 1932) sobre la influencia respectiva del protestantismo puritano y del judaísmo en la eclosión del capitalismo burgués. Sombart que opone los “pueblos de héroes” y los “pueblos de mercaderes”, clasifica entre estos últimos a los etruscos, a los frisones y a los judíos. Su punto de vista coincide a veces con el expuesto por Karl Marx en La cuestión judía. Sobre las tesis comparadas de Weber y Sombart, el estudio más reciente es el de Freddy Raphaél, Judaisme et capitalisme. Essai sur la controverse entre Max Weber et Wemer Sombart, PUF, 1982). Para una discusión de las tesis de Weber, cf. R.H. Tawney, La religion et l’essor du capitalisme, Marcel Riviére, 1951; J.A..Prades La sociologie de la religion chez Max Weber, Nauwelaerts, Lovaina, 1969; y Kurt Samuelson, Economie et religion, Une critique de Max Weber, Mou-ton, La Haya, 1971.

4.  Cada letra de la Biblia posee un valor numérico cuyas combinaciones intentan descifrar los cabalistas.

 © Extractos de Las ideas de la Nueva Derecha. Una respuesta al colonialismo cultura. Alain de Benoist y Guillaume Faye. Introducción de Carlos Pinedo. Nuevo Arte Thor, colección El Laberinto, Barcelona, 1986.Original: L´argent come symptôme, en Éléments nº 50 L´Argent.

Artículo publicado en la revista “Elementos” N° 85, dirigida por Sebastian J. Lorenz.

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